Me quedó una sensación amarga. Me fui triste. Pero, a pesar de todo, también salí con la sensación del deber cumplido y de que no se puede hacer más de lo que se ha hecho.
Esta reflexión la hago por la reunión mantenida por mi Jefa de Estudios y yo mismo con un grupo de padres y madres del curso de bachillerato que se había movilizado por la falta de un profesor y habían provocado, con ello, un incidente grave al impedir el desarrollo normal de las clases poniendo candados en las puertas. No reconocían el error cometido. No pensaban que sus hijos/as, ni ellos/as, que participaron en la movilización y en lo de los candados, provocaron la negación del derecho a la educación del resto del alumnado. No pensaban pedir perdón. No aceptaban el castigo impuesto: venir cinco tardes a estudiar al centro supervisados por un miembro del equipo directivo (que fue considerado como muy suave y benevolente tanto por la Comisión de Convivencia como por el Consejo Escolar). Utilizaban, para ello, argumentos tan peregrinos como que alguno estudiaba en voz alta, que tendría que venir con la comida en la boca, que necesitaba estar sola, etc., etc. Que no pensaban cumplir el castigo. Que se presentarían en el centro con los medios de comunicación para exigir entrar al instituto si se les expulsaba por no cumplir el castigo.
Sólo quedaba un camino para este conflicto, para que no se convirtiera en un elemento distorsionador de la convivencia durante el resto del curso y se perjudicara, sobre todo, a sus hijos/as: que reclamaran la corrección impuesta y se anulara por el órgano que la impuso y que se le aclarara que la responsabilidad última de la educación de sus hijos/as era suya, que el centro había hecho lo que debía y que no iba a entrar en un conflicto continuo y que si no se asumen responsabilidades es muy difícil que se enfrenten al resto de sus vidas.
Triste, pero tranquilo.
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